Espora Ediciones

En el Cusco el Rey

Bartolomé Leal (*)


Capítulo 1
Santa Rosa de Lima (*)

Cuando hallé en el terminal de omnibuses la invitación de mi gran amigo el padre Doménico Giglio para hacerle una visita al Cusco, sentí el tremendo agrado, y por qué no decir el alivio, de todo limeño que logra, por fin mi Diosito querido, encontrar una oportunidad para salir de esta ciudad de pesadilla. No es que yo no ame a Lima, por horrible que sea, como lo escribió alguna vez un poeta nuestro, Salazar Bondy; lo que pasa es que Lima te agobia, hermano.

Habíamos pasado por la gran cagada, no veo otra manera de llamarlo, del secuestro de la Embajada del Japón, más un par de accidentes de aviones y otro conato de guerra con los ecuatorianos. Más encima, la ciudad parecía eternizada en sucesivas reparaciones, como un cacharro viejo. Ni hablar de la sequía, tenaz; ni de la permanentemente renovada necedad de los políticos; ni de la delincuencia rampante, carajo. O sea que poder arrancar de Lima era poco menos que una bendición… y viniendo la invitación de un frailecito tan pata como el Doménico, mejor aún.

Déjenme que les cuente un poco quien soy yo, para que se entienda el por qué de este viaje. Me llamo José Leal Cocharcas, tal cual, sin bromas; y me considero el más limeño de los limeños, por mucho que esta pretensión debe ser bastante difundida, de seguro. Lo que pasa es que yo nací en un ómnibus. Tal cual. No es difícil adivinar el recorrido. Pues, justamente, el mismo del cual recibí el nombre. Mejor dicho, no es que yo haya nacido en el bus. Lo que pasa es que mi madre, a quien le perdono el gesto, y espero que Dios también la haya perdonado, pues la pobrecita debe haber sufrido mucho al perpetrarlo, simplemente me abandonó un día de mayo de 1965 en el último asiento del último ómnibus nocturno del recorrido 16, más conocido como la limeñísima línea José Leal-Cocharcas.

Allí me encontraron mis padres, en plural, porque tengo más que cualquier mortal en la tierra; me refiero a los benditos chóferes, quienes tras fracasar en la búsqueda de mi madre, y rechazando de plano la idea de meterme a un orfelinato (ya que Santa Rosa de Lima les dejó este regalito, no iban a hacer de mí un malero o un puto), se dedicaron ellos mismos a criarme. Y así, pues, me crié y crecí en la garita. Consiguieron unas indiecitas que me amamantaron y de las cuales guardo un dulce recuerdo en los labios pero nada más, y fui desarrollándome, aprendí a leer y escribir, asistí al liceo y terminé estudiando en la universidad. Aunque la universidad de la vida me enseñó mucho más, lo confieso, porque en los buses practiqué cuanta cosa imaginable. Barrí los pisos, hice vigilancia nocturna, lavé carrocerías, controlé boletos, reparé frenos y carburadores, reemplacé a chóferes un poquito bebidos, ayudé a curar enfermos, me batí a palos con delincuentes; en breve, participé en casi todo lo que acontece a diario en un terminal de locomoción colectiva de barriada popular.

Mi hogar fue, pura y simplemente, la garita de buses. Nadie se dio cuenta que por allí vivía un chiquillo; y que tal vez merecía un hogar. Pero en el arrabal limeño cualquier cosa puede ocurrir, la autoridad es vista como una amenaza, y mientras más lejos se halle, mejor. Y los chóferes eran gente buena, con un corazón tremendo. Ellos, y a veces sus mujeres y sus propios hijos, se encargaron de hacerme feliz. No me faltó cariño, compañía ni severidad. Cualquiera podría pensar que llevé una vida de perro vago. Tal vez. No obstante un perro bastante contento de la vida, lo afirmo con convicción.

Los chóferes me hicieron bautizar y fue así como tuve una docena de padrinos. Les costó convencer al cura, pero lo lograron. Luego me inscribieron con ese nombre y esos apellidos, José Leal Cocharcas, de padre y madre desconocidos, como reza mi papeleta de nacimiento. Pusieron como fecha de mi llegada al mundo el 1 de mayo de 1965, estimando que yo tenía un par de semanas de vida cuando me encontraron, afortunadamente sin síntomas de desnutrición ni enfermedades. Residí por períodos breves en los hogares de algunos chóferes, como me contaron; empero, por acuerdo unánime, nadie estaba autorizado a hacerse dueño mío. Y así me crié en la garita. Limpio, vestido con modestia pero en forma digna, alimentado lo mejor que se podía; y me transformé en joven y rápidamente en adulto, como que llegué a estudiar en la universidad.

Creo que aquí fue cuando les produje algún dolor a mis colectivos padres. Ellos esperaban que yo estudiara ingeniería mecánica, y me transformara luego en el as de las reparaciones de los destartalados omnibuses del recorrido, que harto lo necesitaban. Pero yo decidí estudiar arte. Era mi único sueño. De ese mundo de hierros oxidados, basura, neumáticos viejos, escupitajos y gases tóxicos, que era el mío y de alguna manera me gustaba y me repugnaba al mismo tiempo, me evadía a menudo pensando en la posibilidad de una vida diferente, más pura y sublime, donde primara la belleza y no la fealdad. ¿De dónde me vino esto? De mis lecturas, qué duda cabe. Porque ocurre que aprendí a leer con unos textos sobre las vidas de los santos de América. Todavía tengo el libro, ajado a más no poder, manchado de grasa y orín, para no hablar de mis propios sudores, ya que dormía con él. Me sentía protegido por los santitos, sobre todo en tantas noches cuando debí permanecer solo en la garita, cuidando los buses.

Puedo afirmar que esos retratos de los santos, contemplados con morosidad durante mi infancia, y que según el libro eran reproducciones de cuadros famosos, me hicieron ver una relación misteriosa entre la religión, la vida y el arte; y lo que puede parecer curioso, me alejó de las preocupaciones metafísicas, apenas presentes en mi modo de pensar, aunque no niego que soy un católico fiel a la Iglesia. Más bien me acerqué a la estética, como una inquietud que terminó deviniendo en pasión por conocer los secretos de lo bello.

De allí que me dedicara a estudiar filosofía del arte. Terminé licenciado por la Universidad de Lima. Mis queridos chóferes acabaron por aceptar mi extravagancia, ya que continué ayudándolos en la garita, en todo lo que podía. Nunca dejé de cumplir mis modestos deberes para con mi núcleo benefactor, a pesar de los grandes esfuerzos necesarios para estudiar tan complejas materias. No era mi intención volverme un artista, que no me veía con talento creativo. Por eso opté por los estudios sobre el arte de otros, si me explico. Y llegué a ser una especie de consultor en arte. Me especialicé en arte colonial, sobre todo el peruano, y aprendí de peritajes y esas cosas. Es mi ocupación principal en la actualidad. Los anticuarios me piden informes y hago unas pocas clases en la universidad. Nada para hacerse rico, pero me las paso bien, soltero como soy y con pocas ganas de hacerme notar.

Lo que apenas he podido superar, lo reconozco, es mi manera de hablar, que no he conseguido pulir a pesar de tanto estudio. El habla gangosa del limeño popular común y corriente, que dicen que nació como signo de elegancia y que después el pueblo transformó en un graznido nasal medio incomprensible, más la tendencia a echar la puteada, son difíciles de erradicar; y a pesar de mis años de universidad y del trato con grandes catedráticos, sólo he mejorado un poco. Pero, en fin, dicen que Vallejo hablaba así, como que era un cholo de provincia con los huevos blindados. Quisiera ser como él, aunque fuera un tantito. Mi modo de hablar es el que adquirí en la garita, y no hay remedio, hermano.

Ahora, fue precisamente a propósito de mis modestos conocimientos en arte que hube de viajar con frecuencia al Cusco y otros lugares de la colosal tradición cultural peruana, perdonando el adjetivo. Estudié en el terreno mismo las pinturas de los conventos, los frescos y murales de los templos. Me ocupé incluso de algunos temas arquitectónicos, casi todo a pedido de los padrecitos, interesados como pocos en salvar el patrimonio cultural de mi país. A propósito de esto, tuve no pocas discusiones e incluso peleas con algunos colegas universitarios de Lima, empeñados en cargarles a los buenos frailes cuanta barbaridad se ha cometido en nuestro jodido país, sobre la base de sus solemnes cojudeces marxistas. Pero, en fin, ése es otro tema.

Para terminar con el resumen de mi existencia, sigo viviendo en la garita, en la caseta del vigilante, la que he ido ampliando y acomodando para hacerla segura y confortable. Yo mismo financié mis estudios con trabajo duro, como cuidador y ayudante para cualquier menester en el terminal de la línea José Leal-Cocharcas. Mis múltiples padres habían decidido desde temprano que no harían caridad conmigo y que debía ganarme la vida como buen ciudadano. De modo que ocupé la minúscula caseta correspondiente al control y he permanecido en ella por años, hasta el día de hoy, a cambio de pequeños servicios a mis queridos padres, ya que no progenitores. He hecho arreglos y lo considero mi hogar. No podría salir de allí, es la verdad. Mi correspondencia llega al terminal y la gente a veces se extraña. Fue allí donde recibí la carta de Cusco que da origen a este relato.

Bueno, en mis salidas a Cusco, como estaba contando, conocí al cura italiano Doménico Giglio. Fue un apoyo importante para mí en lo profesional, ya que nadie me cotizaba demasiado al inicio de mi carrera, sobre todo por la corta edad. A él le llamó la atención mi forma de vida en el terminal de buses, mis orígenes y la manera en que acabé por interesarme en la pintura religiosa. Esto último siempre le ha provocado grandes risas. Desde el principio me trató de fratello, que significa hermano en italiano, un grande honor para mí, persona de origen tan humilde. Como fuera, nos hicimos buenos amigos y llegamos a viajar juntos para conocer otras colecciones de arte. En una ocasión partimos a Chile, por ejemplo, para visitar el Museo del Convento de San Francisco en Santiago, donde hay una serie de la vida del poverello (el pobrecito, en italiano) que es copia exacta de la colección de Cusco, pintadas por Basilio Santa Cruz y Zapaca Inga, a mediados del siglo XVIII. Y también para mirar otros cuadros coloniales que, según mi información, eran botín de la Guerra del Pacífico, cuando las tropas chilenas ocuparon y saquearon Lima hacia fines del siglo XIX.

El padre Doménico y yo compartíamos también la afición por la música, sobre todo la barroca, ya que él es un notable intérprete del órgano. Pasamos muchas veladas maravillosas, él tocando (y a veces incluso cantando, sobre todo después de unas cervecitas) y yo escuchando sus versiones de Rameau, Buxtehude, Bach y los demás maestros antiguos del teclado. Como siempre en mis viajes, yo llevaba una cassette de regalo para él, esta vez una sorpresa: una serie de piezas para órgano de autores románticos como Schuman, Brahms y Liszt. Sabía que iba a quedar encantado. Nos gustaba hacernos pequeños presentes de amistad.

En su carta, Doménico (de la Orden de San Francisco de Asís, a pesar de su nombre) me había explicado sucintamente de qué trataba el asunto. Y era harto raro. Resulta que se estaba produciendo una verdadera epidemia de robos de obras de arte en los templos y conventos de la ciudad imperial. Al principio parecían tan sólo rumores sin mayor fundamento y luego aparecieron denuncias tibias, imprecisas. Pero ocurría que había acaecido una tripleta de robos bien específica, con lugares y nombres. La carta no era demasiado explicativa. Hablaba de un poblado en las afueras de Cusco. También se refería a cierta violencia asociada a los hechos. La verdad es que mi amigo necesitaba ayuda y me rogaba que viajara en cuanto pudiera.

Ahora, ¿por qué, se preguntará alguien, mi amigo Fray Doménico, franciscano importante, me pedía ayuda precisamente a mí? En otras palabras, ¿qué méritos podía tener yo para hacerme merecedor de su confianza? La respuesta es simple. Resulta que yo había adquirido alguna pequeña experiencia como investigador de delitos; aunque de manera totalmente informal, y como parte de mis abigarradas tareas en el terminal de los buses. Allí tuve que vérmelas con robos, estafas, negociados tramposos, tráfico de estupefacientes, mismo algún delito sexual. Inclusive hubo un crimen una vez, que ayudé a resolver, lo que hizo me enfrentara a las mafias del transporte, de lo cual no sólo salí ileso, sino que hice amistades en ese medio. Por eso me consideran un tipo atento, despierto, que nunca da la espalda. Sé por propia experiencia que el mal es una cosa real, verdadera, viva…

Y así pues me largué hacia la sierra. Parado en la fila de espera del aeropuerto de Lima, releía la carta de Doménico, entumecido antes de las cinco de la mañana, la hora en que por alguna razón retorcida, de seguro urdida por un burócrata insensato y sádico de ésos que tenemos de sobra en el Perú, estaba programada la salida de los vuelos a Cusco. Como de costumbre, la situación en el aeropuerto era caótica. Todo el mundo empujaba y reclamaba a gritos. Yo pensaba que había llegado temprano, pero debí incorporarme a una ristra interminable de desesperados y desesperadas. Sacando la cuenta, no se veía cómo carajos la compañía Aeroperú iba a meter tanta gente dentro del avión, a menos que habilitaran asientos de emergencia en el pasillo, como hacíamos en la garita cuando fl etábamos viajes especiales.

Llevaba una hora esperando en la cola, que al parecer no se movía, cuando empecé a ponerme nervioso. Tenía la sensación de estar cada vez más atrás, lo que era perfectamente posible, con tanta gente que se metía sin respetar el turno, cholitas cargadas de bolsas, turistas gringos tapados por mochilas gigantescas, serranos a punto de ponerse a llorar, monjitas con caras de estoicas pero astutas cual raposas si se trataba de ganar puestos en la fila... Me puse agresivo yo también, y logré llegar al mesón a punta de codazos, para enterarme que el vuelo se hallaba sobrevendido, y que debía esperar el siguiente. Salida en un par de horas, además hay retraso, me chillaron. Si lo prefería, me endosaban al vuelo de la compañía Faucett. Reclamé que tenía mi pasaje confirmado desde hacía una semana, y cuánta chucha; pero no había jodida manera de arreglar la cosa, que el avión estaba completo.

—¿Dónde quiere que lo meta, amigo? —se enojó el encargado en el mesón, un cholo con aires de levantador de pesas—. Le doy la oportunidad de endosarlo al Faucett. Si no le gusta, espere, pues. Así lo han entendido todos.

—De acuerdo —tuve que rendirme—. Para eso estamos los cojudos en esta bendita tierra. Para que nos guaneen, siempre disponibles para que nos agarren de los huevos y nos tiren donde caiga.

El empleado de Aeroperú puso una cara horrible y salió de atrás de su mesón. Me preparé para un pugilato, pero el hombre fue más cortés que yo; incluso, creo que me dio una lección de urbanidad. Me tomó suavemente de un brazo y me llevó hasta la Faucett, donde me instaló en otra fila, tan abominable como la anterior. No tuve tiempo de ponerme a proferir lisuras, ya que el empleado volvió a su puesto y yo no quería perder, nuevamente, mi lugar. Afortunadamente, esta vez me avivé y me sumí en la masa, llegando a la meta a punta de argumentos y empujones, ya que la columna no avanzaba más rápido que la anterior.

El mesón de Faucett (se supone que es la competencia de Aeroperú, pero colijo que habían descubierto que más valía optar por la cooperación) era otro caos, con todos los pasajeros normales y el piño de «endosados» aullando por conseguir un espacio en el vuelo. Finalmente logré embarcarme, en cualquier asiento, ya que nadie se dignó preguntar por mis preferencias. Señor, dame tu fortaleza, refl exioné, resignado, agotada toda la indignación ya que me habían tocado situaciones parecidas con anterioridad.

En todo caso, el vuelo estuvo bien agradable, el café fuerte y sabroso, el pan fresquito, las azafatas encantadoras, incluida una japonesita nisei diminuta con cara de mal genio, a quien al final logré hacer sonreír, lo cual fue como sacarse un premio de lo linda que era. Con eso se me acabaron las furias y aterrizamos en Cusco antes de las ocho de la mañana, donde ya imperaba un sol esplendoroso, digno de ese domingo del mes de abril. Me sentí feliz de estar allí de nuevo, la ciudad que más amaba de todo el Perú. ¡Qué digo! ¡De todo el planeta, qué carajo!

Fin Capítulo 1

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